lunes, 12 de octubre de 2015

TORMENTO CREPUSCULAR III



Darth Vader pilotó su caza TIE Avanzado directamente hacia el mundo que parecía asediado por la extraña flota. Como esperaba, nadie consideró que su aproximación resultara una amenaza, pero tampoco hubo ninguna clase de sondeo por comunicaciones. No se le alertó de ser derribado si se acercaba, no se le interrogó acerca de su identidad o intención... Nada. Desde la profundidad de los cristales tintados de su casco, observaba atentamente el grupo de naves. Seguían en la misma desordenada formación en que las había visto desde el puente del destructor, totalmente inmóviles en la que parecía aquella órbita geoestacionaria, como si estuvieran vigilando desde el espacio una región concreta del planeta colonial.
Darth Vader presentía que aquellas naves tenían algo que ver con el asunto de la Jedi oscura, pero era una mera imaginación. Él seguía sin sentir nada relacionado con la Fuerza como no fuera el intenso hedor del Lado Oscuro de Nakt-Dalar. Quizá todo lo susceptible de percibirse estuviera siendo eclipsado por la muerte y destrucción desatadas días atrás en aquel planeta, pero eso no explicaba la ausencia total de percepción de la vida del interior de aquellas naves... ¿Estarían gobernadas por droides? Su viejo espíritu de detective Jedi le había llevado a suponer que bajando a ese planeta encontraría indicios en algún sentido, o directamente el enfrentamiento hacia el que El Emperador le estaba empujando. Y era evidente que no se equivocaba: como apremiada por su cercanía, una pequeña nave ovalada salió desplegada del liso vientre de la gran gema y descendió directamente hacia el planeta, a tal velocidad que la pudo ver incendiarse brevemente contra la atmósfera.
Decidió apresurar también a su caza. Esperó tenso a que alguna de las naves le lanzara un disparo de advertencia o directamente buscaran destruirlo, pero nada. Le dejaron seguir su persecución. Parecía que no iba a necesitar sus depuradas y ya casi olvidadas dotes en combate... pero sí tendría que alardear un poco, buscando entrar en la atmósfera a gran velocidad, pero procurando una entrada lo bastante suave como para no incendiar su nave, pues los cazas TIE no estaban diseñados para resistir reentradas bruscas en los planetas, y tampoco los débiles escudos de su caza modificado resistirían la colisión contra la atmósfera. Aceleró los impulsores de iones a máxima velocidad gradualmente y de nuevo forzó la nave casi a detenerse completamente, usando su intuición y el sondeo mental de la Fuerza para identificar el límite invisible de la mezcla de campo magnético y gases de la atmósfera, la barrera difusa de varios kilómetros contra la que un objeto demasiado acelerado se vería calcinado por la fricción. Nuevamente dio impulso, acelerando tan al límite que los escudos se consumieron completamente, soltando una estela de fuego alrededor del pequeño caza.
Por inercia, echó un vistazo a las pantallas entre los mandos, pero la nave que seguía era indetectable, y al parecer la naturaleza de la forma de energía que las impulsaba a todas no se registraba como calor... Era algo desconocido. Redujo nuevamente la velocidad, y sobrevoló en un amplio círculo la zona habitada más próxima a la trayectoria en línea recta que había visto seguir a la nave con forma de gema negra...
Lo único que había a la vista entre el mar de copas moradas que se extendía en todas direcciones era una ciudad pequeña, uno cualquiera de los entre sí distantes emplazamientos coloniales de aquellos wentklyt que habían decidido tiempo atrás abandonar la estresante sociedad que les era natural...
De hecho, gracias a eso, la estirpe alienígena y humanoide que tanto había apreciado El Emperador no desaparecía del todo, pero llevaban esos colonos tanto tiempo viviendo bajo preceptos tan distintos, que realmente ya carecían y carecerían siempre de ningún valor para sus planes, pues desconocían y rehuían de toda la tecnología industrial y anticuada que se usaba en su mundo natal, y por tanto nunca jamás volvería a conocerse el proceso tan complejo y peligroso que producía como desecho el extraño mineral azul que había estado comprándoles el Imperio durante algún tiempo... Un mineral con el que, según decía El Emperador, podía dispararse una singularidad a voluntad, si se acumulaba suficiente cantidad y se la sometía a una constante e intensa concentración de láser...
¿Sería eso verdad? Y de serlo... ¿para qué querría El Emperador generar agujeros negros a voluntad? Como fuera, Vader dejó a un lado los oscuros planes de su señor oscuro al distinguir al fin a la pequeña gema de pulido negro depositada sobre la azotea de uno de los más bajos de los edificios.
Las construcciones de todo el emplazamiento habían sido moldeadas de distintas formas horadando lo que en otros tiempos tuvieron que ser un macizo de gigantescas rocas erguidas desde las profundidades de la tierra. Los laboriosos wentklyt habían excavado la piedra de tonos anaranjados con sus bastas pero eficientes máquinas manuales, arrancado y apisonado líneas enteras de macizos rocosos para hacer las carreteras y las separaciones entre grupos de edificios, y pulido y tallado las formas exteriores e interiores de las viviendas para hacerlas inofensivas e incluso agradables al tacto. Todo mueble, puerta y mayoría de utensilios de uso común y cotidiano se manufacturaban según la necesidad en la madera amarilla de los árboles circundantes, pues todo wentklyt era un eficiente y dedicado labrador de prácticamente cualquier disciplina. Y con el espíritu de usar sus conocimientos para ofrecerse a sí mismos y también a otros una vida más cómoda, era que se habían exiliado del pesado y rígido régimen fascista e industrial de Nakt-Salar, dedicándose a ser posaderos y artesanos, especializándose en el comercio y la mediación, en la reparación y diseño de piezas sustitutas para toda clase de naves, con tecnología anticuada, sí, pero de extraordinario y extremadamente eficiente diseño. Pues los wentklyt exiliados extraían y trabajaban los metales del nuevo planeta, así como desarrollaban sus propias máquinas y mecanismos, menos agresivos y contaminantes que los de su planeta de origen. Una sociedad pequeña, equilibrada y sencilla, que por una fracción de segundo hizo a Darth Vader pensar en su lejana infancia en el mundo de Tatooine, donde comerciantes honrados y granjeros de humedad llevaban unas vidas tranquilas a pesar de la ubicuidad del crimen en sus escasos núcleos de población.
Sobrevolando la sencilla pero compuesta población, Darth Vader pudo reconocer con sus propios ojos la forma ovalada y lustrada de la oscura nave que estaba siguiendo. Se mantenía en su campo repulsor sobre la amplia terraza de piedra que se extendía desde lo alto de uno de los edificios medianos. La plataforma podía albergar al menos seis naves monoplazas de tamaño estándar, probablemente como servicio adicional para los probables residentes de lo que sin duda era una posada. La gema negra se había dispuesto enfrentada a otras dos naves de muy distinta y menos estilizada clase. Uno era un tipo sencillo de speeder terrestre de cabina cerrada; el otro un pequeño esquife de transporte de forma tubular y provisto de una sencilla torreta desintegradora en la parte superior de su centro, y del que se adivinaba, por el ensanchamiento de su popa, que estaba provisto de un sistema hiperimpulsor.
Vader sentía una potente presencia recorriendo el interior del edificio. No sabía discernir si se trataba de un Sith o un Jedi, pero alguien con un gran poder había sin duda dejado el misterioso interior de la nave de cristal. Y dudaba seriamente que ninguno de esos otros vehículos pertenecieran a nadie de relevancia en toda aquella historia. No había rastro de nada que no fuera mediocridad, al sondear el residuo mental del interior vacío de aquel par de viejos transportes. Decidió aterrizar su TIE Avanzado justo en el espacio intermedio entre ambos. Debía ver con sus propios ojos a aquél que vergía de tal modo con el poder de la Fuerza.

El Lord Sith Darth Jaké Nu Nobosi apenas había dado un par de largos pasos en el interior de la habitación donde hacía sólo dos días antes había permanecido la fugitiva Darth Syn. Y de eso no tenía ya la menor duda. La única pista que le había traído hasta ese primitivo mundo de estrella amarilla había sido la explosión de dolor y consumo de la vitalidad en la Fuerza de su súbdito Sith, el zabrak Ram Nasiniakis. Era uno más de los miles de guerreros a sus órdenes, y sólo uno de los cientos de exploradores que había desplegado por todo el Espacio Salvaje para investigar el rastro de Darth Syn, que por sí mismo era totalmente inapreciable por medio de la sensibilidad de la Fuerza. Y era cierto que todo Sith que se preciara de serlo en las Regiones Desconocidas era muy capaz de ocultar su rastro de poder, pero nadie, ni siquiera él mismo, era capaz de negarse a la Fuerza al tiempo que la usaba, como sí que era capaz de hacer la ladina y esquiva mujer.
El único motivo por el que Ram Nasiniakis había logrado dar con ella, era la devastación que resonaba en las líneas puras de la Fuerza como una grieta de heridas que se abrían desde aquel mundo cercano, que giraba en aquellos momentos alrededor del sol del sistema como una baliza de dolor que aullaba hasta las estrellas más próximas. Ram había informado convenientemente del cataclismo cercano a los sistemas que él estaba investigando, y Lord Jaké le había permitido ir a indagar, no sin pocas esperanzas, sabiendo que quizá el Imperio Galáctico fuera el responsable del exterminio de tantas vidas en un solo ataque impulsado por el afán expansionista del infame Emperador. Sin embargo, parecía haber dado efectivamente con ella. Y ella, evidentemente, se había dejado encontrar.
Pues ella no tenía manera alguna de saber que el Imperio Sith de las Regiones Desconocidas había decidido darle caza, mucho menos cuando muchos de sus líderes celebraban los primeros ataques y victorias de la mujer de piel cenicienta sobre otros señores de la guerra Sith, declarándola la primera y única, desde hacía quizá milenios, gran vergencia de la Fuerza en filosofía e intenciones. Muchos habían enviado emisarios a honrarla y ofrecerle alianzas, emisarios que perdían ciclos enteros buscándola sólo para luego ser torturados o mutilados antes de volver de una forma u otra hasta sus señores, o incluso para ser directamente aniquilados. Era probable que, en su inconsciente locura, no entendiera ni fuera capaz de imaginar que el Imperio Sith vería como peligrosa su aventura fuera de las Regiones Desconocidas. Y es que el Imperio Sith era poderoso, y extenso, pero estaba formado por una disfuncional amalgama de señores de la guerra que conspiraban entre ellos y contra ellos, eternamente, y que sin duda se habían enquistado en sus cómodas posiciones de poder, pero sin tener en quién confiar ni sintiéndose nadie capaz de aliarse con nadie para una gran guerra contra la extinta República, entonces protegida por la solidez y constancia de la Orden Jedi, ni mucho menos contra el recién conformado primer Imperio Galáctico, sobredimensionado en armamento e implacable en violencia. Pero a pesar de no saber que la perseguirían, tampoco parecía muy inteligente de su parte arrasar una civilización y permanecer luego en el mundo vecino. Aunque Darth Jaké Nu Nobosi creía saber el porqué.
Su orgullo. Su temeridad. La mujer del cabello blanco siempre había hecho alarde de todo cuanto ella misma era, tanto en su forma física como en sus poderes con la Fuerza, y sin duda se creía invencible. No tenía ni idea de cómo habría devastado el planeta entero, pero suponía que lo habría atacado con una nave, sobrevolando la superficie, o quizá durante un sigiloso asalto cuerpo a cuerpo, y destruyéndolo todo gracias a una conveniente reacción en cadena quizá iniciada en alguna central de peligrosa energía... Nu Nobosi no conocía esos mundos ni tenía ningún interés en saber qué había llevado a la mujer de piel cenicienta a ellos. Sólo deseaba darle alcance cuanto antes.
Y aunque no podía verla en el rastro de la Fuerza (como sí lo hacía con Ram Nasiniakis y sus esclavos Sith, destruidos allí los tres), lo que no pasaba en absoluto desapercibido para su más mundano sentido del olfato era la pasada presencia, cargada del hedor viril de feromonas, de ese esclavo robado hacía años a otro maestro Sith, Ank Sinuk. El olor de los zeltron le era muy familiar al longevo Sith; no obstante siempre habían sido muy de su agrado los hombres y mujeres de esa misma especie, y sólo al encontrar a su ansiada Darth Syn acompañada siempre de ese esclavo, era como había empezado a odiar a muerte a cualquier espécimen de esa raza, y en especial al mismo Ank Sinuk, al que habría destripado mediante telequinesis si no fuera por la protección que le brindaba su nueva ama.
Los poderes de la mujer habían ido aumentando exponencialmente desde que decidiera enfrentarse a distintos líderes Sith de otros mundos, y Darth Jaké siempre se había sentido secretamente agradecido de que mucho antes la deseada joven hubiera abandonado el sistema que él mismo dominaba, sabiéndose inferior a ella en todos los aspectos. Pero... El maestro y gran líder Sith se había pasado la última década de su larga vida de más de doscientos años en un estado de constante meditación, sumido en una estasis del tiempo y el espacio que él mismo se había inducido, dejando en manos de su más preciada y avezada aprendiz, Darth Vera, el control y mando del sistema planetario y los ejércitos que le pertenecían. De ello, Lord Nu Nobosi había vuelto a la vida imbuido de una clarividencia y poder en la Fuerza que contrastaban completamente con el saco de huesos a que había quedado reducido su cuerpo, privado todo ese tiempo de alimento y agua. Su cabello y barba blancos habían crecido considerablemente, mientras sus ojos se habían hundido en su cadavérica faz. Los labios se le habían agrietado, la piel le había empalidecido, y el iris de su único ojo se le había teñido de una continua radiación amarilla, de aspecto correoso si se le miraba de cerca, como si una especie de óxido metálico se lo hubiera infectado. Todos le temían, tanto por su aspecto de muerto en vida, como por el poder que desprendía, y realmente él se sentía capaz de enfrentar y derrotar a la que era su mayor rival y al tiempo más ardoroso objeto de su lujuria.
Pues del mismo modo que se había descolgado hacia los abismos de la Fuerza, dejando su cuerpo languidecer en la penuria de la semi-vida, sus apetitos como ser de carne habían crecido, como si necesitara recuperar con intensidad los años de abstracción de sus sentidos terrenales, años durante los que su conciencia había viajado y viajado por el cosmos, hasta llegar a vislumbrar el horror de dimensiones galácticas, balbuceante y terrible, que se debatía perdido y furioso en el centro del universo, y como si el descubrimiento de la terrible entidad, su cara a cara atemporal, le hubiera imbuido de una maldad y nivel de depravación insoportables para ser contenidos con los usos de la precaución, la mesura o la compasión.
En definitiva, Darth Jaké Nu Nobosi había regresado a su cuerpo convertido en un auténtico monstruo, más poderoso, desatado y desalmado de lo que nunca antes lo había sido.

Darth Vader descendió raudo los cinco pisos de escaleras de piedra anaranjada, haciendo al respirador artificial de su casco acelerarse ligeramente para proporcionar oxígeno a su pesado corazón, colmado ya no sólo de sangre, si no de todas las demás sustancias que el panel del centro de su pecho le suministraba a fin de hacerle más tolerable su vida de cyborg, así como para dotar a sus partes humanas de la fuerza y resistencia propias de un robot. El pesado traje y todos sus aditamentos hacían su vida una asfixiante pesadilla continua de claustrofobia... Pero el sufrimiento y la ira que ello conllevaban le otorgaban un dominio del Lado Oscuro de la Fuerza que a veces parecía envidiarle el mismo Emperador. Y Vader sentía no sólo cómo la oscuridad en la Fuerza de aquella presencia se hacía más tangible según se acercaba, también sentía la oscuridad propia crecer al unísono, como si sus poderes se preparan o se volvieran un reflejo de los próximos. Y crecía en él la certeza de que le sacaría respuestas a ese ente acerca de la ninfa oscura: o mediante el simple método de la cordial pregunta, o mediante sometimiento a espada láser y estrangulamiento de la Fuerza, le daba lo mismo.
Darth Vader llegó hasta el primer piso. Aquella planta, como todas, estaba excavada en el interior de la montaña de piedra, siendo la más amplia y con más habitaciones de todas ellas, al ser la más baja dentro de la cada vez más ancha base de su estructura. La pasarela, cerrada con unas sencillas varas de madera amarilla como barandillas, recorría en un amplio e irregular semicírculo la disposición concéntrica de las puertas a las habitaciones de la posada, y en la última antes de las escaleras de paso a la planta baja, se encontraba aquel hombre, parado ante la entrada sin puerta, en el interior, dándole la espalda. Pudo ver, pese a la distancia que les separaba, cómo la silueta, vestida en amplios ropajes oscuros pero sin capa ni túnica, se estremecía antes de volverse a mirarle.
Aquel hombre delgado, tan alto como él mismo, de piel tan blanca que apenas se la distinguía entre su cabello y barba, lisos y largos ambos hasta la cintura, parecía estarle sonriendo incluso antes de girarse hacia él, como previendo su aparición, como si fuera un invitado que llegaba puntual a su cita. Vader sintió una insinuación de desconcierto, pero ningún horror o inquietud, pues el demacrado rostro de dientes amarillos, con negro parche metálico atornillado sobre el ojo derecho y con un izquierdo que refulgía como metal podrido bajo un haz de láser, no difería mucho del repugnante aspecto de su señor oscuro, el Emperador. Y era aún menos terrible ninguno de ellos si los comparaba con lo que él mismo ocultaba bajo su máscara. Lo que sintió, decididamente, fue más bien un profundo desprecio hacia aquel hombre viejo y flaco, que parecía una parodia o copia barata de su sardónico Lord Darth Sidious, y el desprecio se tornó enseguida un profundo odio al identificar aquella fea sonrisa con el falso y exagerado humor que veces mostraba también aquél.
El hombre empezó a salir de la habitación sin dejar de mirarle, sacudiendo primero los hombros y luego el torso entero en lo que parecía una carcajada silenciosa. Darth Vader reanudó su envarado y acelerado paso, haciendo retumbar el suelo de roca bajo sus negras botas, dispuesto a interrogarle respecto a todo aquello y la mujer del Lado Tenebroso de la Fuerza. Pero él se le dirigió con una voz profunda y grave, para nada acorde con su físico nervudo, casi lastimero.
— ¡Vaya, vaya! Apostaría a que ambos estamos buscando a la misma mujer, ¿no es así, pobre engendro maltrecho? —Le insultó de muy buen humor y soltando las palabras con lentitud, como saboreándolas, levantando los brazos, encogiendo los hombros, y abriendo aún más su sonrisa amarilla, que atraía inevitablemente la mirada en medio del blanco de su barba.
Darth Vader no respondió al insulto, ni tampoco se molestó en preguntarle nada. Sabía perfectamente cuándo alguien era peligroso, y cuándo era realmente inútil dirigirle la palabra. No obtendría respuestas ni obediencia al poder del Imperio. Sólo intentó sondear su mente, pero no vio nada. Allí dentro sólo había un agujero negro de depravación y maldad. Mucho más profundo e insondable de lo que lo era la misma mente del Emperador. Y del fondo de ese agujero negro, hacia el que su propia conciencia se veía arrastrada como por una gravedad irrefrenable, podía casi oler, tan bien como lo veía, el hedor de la repugnante descomposición de algo que pese a todo seguía vivo, quizá enfermo o envenenado, sufriendo una horrible gangrena, probablemente. Vader abandonó a duras penas esa mente enferma, enloquecida, cautivado como estaba por la curiosidad.
Volvió a ver ante sí al hombre, ahora a tan sólo unos pocos pasos. Se dio cuenta de que el anciano estaba confundiendo toda su perversidad y locura con un poder ilimitado. Algo que tal vez pudiera impresionar a un estudiante de la Fuerza menos experimentado y hábil, pero que a él sólo le hacía sentir aún mayor asco de aquel humano miserable.
— ¿No dices nada? —Le preguntó el anciano, al ver al hombre-máquina detenerse ante él con los brazos en jarras, con el rítmico resonar seco de la respiración asistida de su casco por toda conversación—. ¿Será que se te ha... roto el altavoz de esa cabeza electrónica que tienes que llevar?
El anciano parecía divertirse mucho con sus propias bromas, y carcajeaba mientras un denso gargajo de saliva ensangrentada se le derramaba por un lado de la boca sobre la barba blanca. Darth Vader sintió un fuerte estallido de odio, y la idea de matarlo de inmediato se le antojó de repente como la única posibilidad, y la más lógica dadas las circunstancias. Asió su cuello con el poder de la Fuerza, extendiendo ante sí la mano derecha para darle énfasis e intensidad al hechizo, pero el anciano le rechazó de inmediato soltándole una potente onda de energía cinética, que Vader a duras penas pudo dispersar a su alrededor. Los muros y el suelo de piedra se agrietaron en torno a ellos con el sonido de truenos. Darth Vader estaba satisfecho: le había quitado la sonrisa de cuajo al anciano, que ahora le miraba con el ceño fruncido, el ojo brillante y la boca contraída en furioso jadeo de odio. Se había encorvado, y de repente parecía más bajo que él; estaba tenso y babeaba, como si se tratara de alguna clase de animal irracional, enfermo de rabia.
— ¡Os mataré a todos, puerco imperial! ¡Repugnante cosa de carne muerta, jodido zombi cibernético! ¡Maldito seas, mierda con patas, perro torturado, criatura fea y débil!
Darth Jaké Nu Nobosi se sentía insultado como nunca antes por aquella burda parodia de lo que habían sido los Jedi, y de su arrogancia por creerse dueño, junto a su amo, de la galaxia, tal y como la misma Orden Jedi se había atrevido a instaurar también antes su dogma de orden y paz. Sentía en el torturado ser de aquel traje todo aquello que odiaba de los extintos Jedi, y percibía cómo la altanería de su supuesto mando le tenía tan embargado como a él mismo la lujuria y la crueldad hacia la perseguida Darth Syn. Se puso en contacto mentalmente con Darth Vera, al mando de su gigantesco crucero de batalla Tormento Crepuscular, mientras le gritaba aquellos insultos vacuos al orgulloso lugarteniente del Emperador.
La hembra de la especie Scyllear, sentada en amplio asiento negro del comandante, en el puente de la nave, dejó entrar a su actual jefe en su mente, lo justo para facilitarle las órdenes. Darth Jaké le había sugerido que se sumiera en estado de meditación para facilitar la comunicación entre ambos, si fuera necesaria; pero ella odiaba meditar, así que en el momento de establecer contacto, mantenía sus grandes ojos negros dirigidos hacia los cinco destructores del Imperio Galáctico, más allá de la cúpula de observación del puente, que permitía una visión absoluta alrededor de toda la parte superior de la nave. El cristal de concentración de láser que recubría toda la nave era transparente visto desde el interior, y estaba reforzado por varias capas de gran espesor del más sólido pero también más común de los vidrios, sin duda forjado y moldeado todo ello con los poderes de la Fuerza, como muchas otras cosas en aquella nave.
Escuchó lo que le decía Lord Nu Nobosi, dejando asomar un par de veces su lengua bífida, como saboreando la anticipación de la batalla. Sus largos colmillos venenosos segregaron gruesas gotas de veneno mortal, imaginando el sabor de la carne humana, tan sabrosa como le era, y tragó el amargo jugo intentando ignorar la gula. Se pasó una mano humanoide pero rematada por afiladas uñas blancas, sobre la piel escamosa y negra de la cara, y la hizo subir hasta los finos y sensibles tentáculos morados de su cabeza, que revolvió con un rápido gesto que la hacía sentirse confortada, al ayudarlos a reposicionarse y desenredarse unos de otros. Resopló una vez por los pequeños orificios que le servían de nariz, antes de volver a coger aire y ponerse en pie para hablar.
—Apuntad el Sesgo de la nave contra el destructor más alejado de su formación.
Lo ordenó adelantándose hacia la visión de las naves imperiales, agitando su amplio pantalón corto hasta las rodillas, con su ágil y rápido paso. La pronunciación de las eses en su boca se volvían un sonido largo y amenazante, pues aunque había aprendido a la perfección la lengua común, las cualidades bucales de su especie le dificultaban el habla. Se detuvo haciendo crujir sus botas de piel sintética, estriadas por detrás para acomodar el encaje de sus naturales espolones de la media altura de sus gemelos. Toda pieza de su atuendo era blanca, muy improbable en un Sith por su luminosidad, contrastando completamente con su piel de pequeñas escamas negras. Dejó reposar su peso sobre la pierna izquierda en un gesto de sensualidad muy propio de las hembras de otras especies que había venido observando durante décadas, y sacudió como un látigo su potente y larga cola contra el suelo a modo de orden de disparo. Los esclavos Sith, que manipulaban la nave desde los puestos alrededor de la silla de comandante, obedecieron de inmediato.
El Sesgo, que era como se llamaba el arma de concentración de láser de todas las naves Sith del ejército de Nu Nobosi, consistía en un generador de electromagnetismo muy cerca de la parte trasera, anterior a los potentes propulsores de antimateria de la nave. El generador servía tanto de fuente de energía para los motores como para canalizar la energía electromagnética a través del casco de cristal.
Lo primero lo hacía mediante la propiedad de repulsión magnética de la esfera de materia oscura gigante, moldeada, ésta y las de cada nave, con el uso de poderosas gravedades de la Fuerza inducidas coordinadamente por centenares de Ingenieros Sith en una técnica ideada personalmente por el mismo Lord Nu Nobosi. La esfera se sostenía dentro de tres arcos circulares de repulsión que giraban constantemente a gran velocidad a su alrededor, y por un cuarto que era semicircular, fijo e inclinado hacia las gigantescos bloques de antimateria de la popa de la nave. El electromagnetismo se concentraba y se derivaba desde ese enorme arco en la forma de un constante y denso racimo de relámpagos que entraban en contacto con la antimateria, contenida en campos de electromagnetismo mediante la Fuerza, y que siempre debían ser controlados por diferente número de Ingenieros Sith, según el tamaño de la nave y sus motores. Tormento Crepuscular contaba con 42 de estos controladores de campos, y también ellos cuidaban de manipular el magnetismo alrededor de la antimateria para dirigir la aniquilación de las partículas que producía la radiación de escape necesaria para el movimiento de las naves. Todo aquello se manipulaba prácticamente con el uso de la sola Fuerza.
El Sesgo funcionaba de manera distinta, de un modo puramente mecánico. Los esclavos Sith del puente de la nave, los tres que trabajaban juntos como artificieros, se ocupaban de orientar por separado los tres arcos circulares que normalmente giraban alrededor de la esfera de materia oscura cada uno en un diferente cambio de dirección de su eje, constante y aleatorio. A la hora de disparar, los operarios manipulaban desde sus consolas la orientación de los arcos, buscando unirlos de manera concéntrica alrededor de la materia oscura, y una vez alineados, se excitaban de manera eléctrica al mismo tiempo, buscando una emisión concentrada de radiación electromagnética inocua que atravesaría por completo todas las cubiertas de la nave hasta entrar en contacto con el casco de cristal de concentración de láser del exterior, desde el cual la radiación se convertía en un gigantesco y mortal haz de láser rojo.
Ante la mirada negra de la ávida Darth Vera, todo el espacio allí delante se volvió un intenso y deslumbrante túnel carmesí, como de sangre ardiendo, una especie de fuego líquido pero enhiesto, que impactó de lleno contra el destructor imperial que cerraba la formación a la derecha, sobre la órbita próxima a Nakt-Dalar.
Toda la nave y sus tripulantes se deshicieron de inmediato en medio de una nube de chispas desintegradas por el gigantesco láser, desactivado prácticamente en el mismo instante de haberse encendido, siendo su fulgor de una brevedad tal que todos los testigos oculares imperiales dudaban de si realmente habían visto tal disparo. El comandante Caisien, al mando del destructor imperial que era el centro de la formación abierta de cinco destructores, al menos hasta la desaparición del más alejado a babor, sabía perfectamente lo que sucedía.
— ¡Disparen a discreción! —Ordenó sin necesidad de más detalles, habiendo dado bastante antes las órdenes convenidas por Lord Vader.
Los cuatro destructores restantes empezaron a dirigir disparos de todos sus turboláser contra la gran gema negra que era el centro de la desorganizada formación de naves de cristal. El fuego ionizado verde de todas ellas cruzaba el espacio entre los planetas, próximos por su órbita sincrónica, y se dispersaban como repetitivo oleaje de diversa intensidad a lo largo de todo el casco de cristal negro, sin producir ningún daño visible a la nave.
— ¡Comandante Caisien! —Llamó su atención uno de los operarios de las terminales de monitorización del puente, sin desviar los ojos, prácticamente ocultos por la visera de su gorrilla de oficial, de la pantalla—. ¡No se detectan daños en la nave! ¿Deberíamos cesar el fuego?
— ¡En absoluto, en absoluto! —Respondió acalorado el comandante, pasándose con rapidez los dedos índice y pulgar de su enguantada mano derecha sobre el fino bigote plateado, mientras se inclinaba sobre la consola de control del oficial. Volvió a erguirse, alzando la voz para los operadores de comunicaciones—. ¡Que todos los destructores mantengan el fuego a discreción sobre la nave nodriza enemiga! ¡Sólo así evitaremos que vuelvan a efectuar un disparo, repórtenlo a los demás comandantes, insistan en ello! Su supervivencia depende de ello...
— ¡Inmediatamente, comandante! —Respondió al unísono la tropa dedicada a ello, desde el fondo de una de las zanjas del puente.
Mientras tanto, desde el interior del fuselaje de cristal del Tormento Crepuscular, Darth Vera silbaba de rabia mientras hacía aletear su bífida lengua más allá de su pico de reptil.
— ¡¿A qué esperáis para derribar otro?! ¡Seguid disparando, hasta que no quede nada! —Les gritó con profunda y sibilante voz a los esclavos Sith, a sus espaldas, sin dejar de mirar maravillada cómo las infinitas saetas verdes del Imperio se deshacían como lluvia a su alrededor, unos metros por encima de su cabeza.
—No podemos, mi señora Darth Vera —se disculpó un esclavo de especie humana—, el fuego masivo imperial mantiene desionizado nuestro casco, nos impide generar potencia para activar el Sesgo.
—Está bien, ordena a las naves menores de la flota atacar son sus propios Sesgos —comenzó a improvisar Darth Vera, comprendiendo el problema pese a desconocer todo acerca de la tecnología del Tormento Crepuscular—. ¡Que carguen! ¡No podrán saturar de disparos a todas las naves, y acabaremos derribándolos igualmente!
De inmediato, los demás cruceros de cristal de la flota de Lord Jaké Nu Nobosi, bastante más pequeños que el Tormento Crepuscular, iniciaron un ataque conjunto con sus Sesgos. Los filos láser de aquellas naves no eran tan poderosos, pero atravesaban sin esfuerzo los escudos de los destructores imperiales, causando daños a lo largo de toda su estructura. Eso sí, superficiales.
—Esta batalla se hará eterna —susurró para sí la scylleriana.
—Mi señora —la llamó el mismo esclavo humano de antes, que hacía las labores propias de capitán de la tripulación desde el puente, supervisando cada puesto de los demás operarios—, están desplegando sus cazas.
—Sí, los veo pese a la distancia, esclavo, ¿qué pasa?
—Esto puede ser peligroso, mi señora Darth Vera... Nuestras naves no disponen de generadores de escudos.
—Los motores... —la scylleriana se volvió a mirar al esclavo humano, ataviado con holgados ropajes marrones que le daban un aspecto de monje—. Nuestros motores están desprotegidos.
—Así es, mi ama. Un disparo o serie de disparos de la suficiente intensidad puede generar una reacción en cadena que destruya nuestras naves.
—No tenemos generadores de escudos, ¡pero tenemos la Fuerza! Ordenen desviar las labores de los Ingenieros Sith para crear un campo protector tras los motores.
—Mi señora... ¿Es consciente de que eso nos dejará sin capacidad de maniobra? El menor número de Ingenieros controlando los motores nos hará lentos...
— ¡Que salgan los cazas, ellos lucharán por nosotros! Dime esclavo, ¿prefieres vivir o morir?
Darth Vera se cernió sobre el hombre, que ya empezaba a dejar atrás la mediana edad, como se intuía de sus marcados rasgos cansados y su rapado cabello cano. Él, con la mirada baja todo el tiempo, no se inmutó.
—Igual da vivir que morir, si es al servicio de los Señores del Sith.
— ¡Hablas bien, esclavo! —Reconvino Darth Vera, y abriendo rápidamente sus mandíbulas se lanzó contra el cuello del esclavo, hundiéndole los largos colmillos, atravesándole con uno de ellos hasta el interior de la garganta.
Las ponzoñosas agujas segregaron una gran cantidad de veneno que enseguida fluyó a raudales por todos sus vasos sanguíneos, así como recorría su esófago y tráquea, encharcándole los pulmones, atiborrándole el estómago. El correoso veneno ya lo digería por dentro, preparándolo para su deglución durante los minutos siguientes. Pero la scylleriana sabía que no tenía tiempo para el banquete, así que, soltando su mordisco, empuñó a toda velocidad su sable láser de doble filo y lo encendió en uno de sus extremos al tiempo que lanzaba un tajo justo bajo el hombro del humano, todo ello a una velocidad tal que ni le había dado tiempo a derrumbarse, muerto como ya estaba. Recogió del suelo el brazo cercenado y empezó a caminar, mientras el resto del cuerpo se desplomaba tras ella, precipitándose totalmente recto como el tronco de un árbol, boca abajo. Apagó con lentitud el filo láser rojizo de su sable, el cual se controlaba exclusivamente con la Fuerza, sin accionamientos externos, y, arrancando del brazo la ropa que lo cubría, se dirigió al resto de esclavos del puente, la mayoría de ellos humanos... ¡Su sabor favorito!
—Ordenad que preparen mi nave, yo misma me encargaré de dirigir el batallón de cazas... —dijo sin detener su apresurado paso, y cubriéndose con la capucha blanca de su chaqueta. Sus indiferenciables rasgos de piel brillante y negra, sus ojos totalmente negros... La boca, que parecía no existir cuando la mantenía cerrada... Todo ello la hacía parecer un ser de materia pura de la Fuerza del Lado Oscuro, y el miedo de los esclavos aumentaba su poder y orgullo. Y su hambre—. Llevad el resto a mis aposentos, me lo terminaré cuando vuelva...
Y empezó a ingerir con lentitud los trozos que su duro pico rompía y desgarraba del brazo amputado. Los chasquidos del hueso y la carne, los sonidos de succión de la reptil, siguieron oyéndose desde el puente, rebotados y amplificados por las curvas de los pasillos tubulares del Tormento Crepuscular.

TORMENTO CREPUSCULAR II



Darth Vader realmente tenía malos presentimientos respecto a todo aquello. Su señor, El Emperador, había decidido oportunamente irse a visitar el desarrollo de los superdestructores en Fondor, abandonando así inmediatamente las proximidades del Espacio Salvaje. Para El Emperador era muy importante la pronta finalización de las nuevas y terribles naves, y no cabía duda de que la sola noticia de su inminente visita aceleraba considerablemente los ritmos de trabajo. Pero, ¿realmente se había ido por eso?
Vader había aprendido por sí solo a desconfiar. Había desconfiado incluso de aquellos que más había amado y respetado, hasta el punto de llegar a odiarlos verdaderamente... hasta el punto de matarlos. Y desconfiar de Lord Sidious era al menos tan fácil como hacerlo de cualquiera. Él le debía lealtad, y dependía de él, en cierto modo, como una balanza en la que sopesar el valor de sus sacrificios a la Fuerza por el Lado Oscuro, para servirse de él como báculo para no caer en una caótica espiral de continuas matanzas durante la irresistible corriente en la que podía convertirse el deseo de más poder. Pero no era estúpido, y tenía presente que, al igual que él mismo, El Emperador tenía sus secretos, y que sin duda intrigaba contra todos, o como mínimo tenía planeadas sus contra-intrigas para defenderse de las intrigas de otros.
Si bien Darth Vader no había sabido nunca a las claras qué pretendía su señor con sus aparentemente más triviales decisiones, no se le escapaba que todas ellas tenían una poderosa razón de ser. Lo ladino de su ser se le antojaba según pasaba el tiempo más como una actitud de cobarde, por mucho que la prudencia fuera aconsejable desde la posición de líder del recién nacido Primer Imperio Galáctico, del cual aún estaban forjándose sus cimientos. Y desaparecer en su Destructor Estelar tras desdeñar las amenazas de un Jedi Oscuro era otra de esas acciones contradictorias e irritantes en extremo, de las que solía hacer gala el tan temido Emperador Palpatine.
Vader había recibido orden de volver de inmediato al sistema Nakt y rastrear los escasos planetas. Él estaba seguro de que no estaba por allí cerca la mujer, pues una presencia tan poderosa como para arrasar un planeta entero y manipular como un mecanismo de reloj una mente humana no pasaría desapercibido para su sensibilidad a la Fuerza. El Emperador había insistido, revelándole que un ser capaz de dominar la Fuerza podía ocultarse a cualquier percepción.
—Mi señor... ¿Cómo podría ser eso posible? ¡¿Yo... o ni siquiera vos... ninguno seríamos capaces de detectarla?! —Había preguntado durante su reunión en el Sombra 52, totalmente incrédulo.
—Yo mismo he ocultado mis capacidades de la Orden Jedi durante cerca de 50 años —había replicado El Emperador volviéndose lentamente para mirarle con uno de sus enfermizos ojos anaranjados desde el filo de su capucha, con una sonrisa torcida—. Cohabitando en el mismo planeta, relacionándonos durante largas reuniones casi diarias... Créeme, mi viejo amigo... ¡Se puede hacer!
Y por eso estaba de vuelta. El Emperador había dicho que nada los vencería mientras estuvieran juntos... pero él estaba a media galaxia de distancia, tras devolverle a ese sistema, con la probable idea de hacer saltar la trampa de la desconocida Sith. En cierto modo, Darth Vader seguía siendo el discípulo del Emperador, así que no le quedaba otra que asumirlo como una prueba más que superar.
Cinco destructores del Imperio salieron del hiperespacio en las proximidades del devastado planeta Nakt-Dalar. Darth Vader pudo sentir enseguida la peste a terrible poder que aún desprendía el mundo radiactivo. El remanente de Fuerza del Lado Oscuro era tan intenso que le sacó de su estado de meditación, una costumbre Jedi a la que no era capaz de renunciar, tan obcecado como estaba en ser capaz de discernir visos esquivos del futuro, como bien que hacía en su antigua vida al servicio del Lado Luminoso... Pero no, cada vez que intentaba anticipar sucesos, hechos pasados acudían a su memoria, pero protagonizados por nuevas caras, como si su propia historia estuviera produciéndose en otro tiempo, con otros actores.
Pese a la interrupción de sus pensamientos, Vader permaneció dentro de la cápsula negra de mantenimiento de su soporte vital artificial. Era el único sitio, durante el viaje espacial, en que podía liberarse del claustrofóbico casco de respiración asistida, permitiendo a su afectada faringe respirar directamente el aire ionizado y depurado por la cápsula. A veces, si el viaje era largo y nada requería su atención, era capaz de llegar a sentirse humano otra vez.
Una lucecita roja empezó a parpadear a su derecha, acompañada de un suave zumbido. El comandante de la nave acudía a informarle de la llegada al sistema, lo cual le irritó profundamente, pese a ser el procedimiento apropiado y acordado cuando él se encontraba en la nave. Activó con la Fuerza la apertura de la cápsula, mientras el sistema automático volvía a encajarle la parte superior de su máscara. Su asiento en el suelo giró para presentarse ante el temeroso oficial. Al menos eso esperaba encontrarse, pero en su lugar, el hombre parecía en realidad más nervioso que asustado. Impaciente. Apresurado.
—Mi Lord, una flotilla de extrañas naves ha llegado al mismo tiempo que nosotros al sistema —dijo de un tirón, dejando de lado toda ceremonia y silencios de cortesía—. No las detectamos en nuestras pantallas, pero se ven a simple vista. No sabemos si van armadas, ni siquiera si nos están apuntando...
—Eso es imposible —dijo Vader, descruzando sus piernas robóticas y poniéndose en pie con lentitud. Extendió su mente más allá de las paredes externas de la gigantesca nave, hacia el espacio. Nada, las únicas formas de vida dentro de naves que detectaba eran las de los otros destructores imperiales—. ¿Alguna comunicación?
—De inmediato he solicitado mandarles un mensaje de advertencia, apremiándoles a desalojar el sistema. No han respondido aún.
El viejo comandante se frotó con el dedo índice de su mano derecha el fino bigote cano, como si le picara o molestara. Luego pasó las yemas del índice y el pulgar enguantados por ambas mitades. Sin duda debía ser una serie de gestos propios de su nerviosismo.
—Vamos al puente.
—Nuestras pantallas no los detectan —insistió el comandante, mientras seguía de cerca a Vader, un paso por detrás y por su derecha. Le costaba seguir el paso rígido y acelerado del Lord Sith—. Los radares, nada; Las termografías, nada. Y está claro que tienen propulsores, pero no los detectamos, tampoco. Acaban de salir del hiperespacio, de modo que pueden venir desde cualquier sitio. No llevan distintivos, y el tipo de fuselaje de esas naves no podemos reconocerlo con nuestros registros industriales galácticos...
—No existe nada como lo que me describe, comandante —le interrumpió Vader, haciendo crepitar su voz grave y robótica.
Siguieron avanzando por la nave, mientras tropas imperiales y oficiales se cuadraban a su paso. Vader sentía el terror en la mayoría, y leía la mezcla de pensamientos que le describían en los rumores: algún tipo de extraño alienígena con poderes siniestros que ocultaba su horrible apariencia bajo el traje; quizá una máquina fría y cruel, con conciencia propia... O un hombre enfermo y torturado. Sólo la última se aproximaba a la verdad.
Cuando llegaron al puente, Darth Vader se adelantó hasta el amplio ventanal desde el que se veía el destructor imperial entero, extendiéndose por debajo. También veía dos de los destructores hermanos, a babor, algo adelantados hacia el planeta Nakt-Dalar. Más lejos, cerca del planeta colonial Nakt-Salar, la flotilla de desconocidas naves: una gigantesca gema de vidrio negro con propulsores de fuego verde incrustados en uno de los extremos de su forma elíptica, alrededor de la cual se dispersaban sin ningún orden aparente otras formas elípticas y esféricas del mismo material. La gran gema negra tenía un tamaño aproximado de la mitad de uno de los destructores del Imperio. No parecían una amenaza considerable, a simple vista.
—Preparen todos los turboláser, apunten a la nave principal —ordenó sin pensarlo más—. Todos los destructores.
—De inmediato. Nuestro destructor ya está preparado para el combate. ¿Abrimos fuego?
—No creo que disparar sirva de nada, comandante —hizo crepitar su voz, aceleradamente—. Mire eso. Creo que esas naves tienen el fuselaje recubierto de cristal de concentración de láser.
— ¿El material de las viejas espadas láser? ¿Es posible hacer eso, acumular tanto cristal?
—No lo sé, pero creo que eso es lo que tenemos delante.
— ¿Para qué preparar las armas, entonces? —preguntó temeroso el comandante, volviendo a atusarse el fino bigote.
—Porque si esa nave es capaz de disparar un haz de láser proporcional a su tamaño —empezó a explicar, levantando una de sus manos enguantadas y señalándola—, la única manera de neutralizar su capacidad es saturándola de nuestro propio fuego. No le causaremos daños, pero evitaremos que efectúe un disparo.
—Pero... ¿qué hay de las de menor tamaño?
—No tendrán la misma facilidad para atravesar nuestros escudos, ni ocasionar daños serios. Preocúpese de la nave principal, comandante Caisien, y comuníqueles a los demás la misma orden. Que todos los destructores preparen sus batallones de cazas —exigió de nuevo, mientras se volvía para abandonar el puente, dejando atrás al alarmado comandante. Alzó la voz mientras se iba—. Y ordene que preparen mi nave. Iré en solitario a Nakt-Salar. Se queda al mando, comandante Caisien. No me decepcione.
El comandante escuchó al Lord Sith decir todo aquello mientras miraba su larga capa ondear tras su rápido paso, hasta que giró a la izquierda y desapareció. Entonces tragó saliva sonoramente, con la garganta muy seca, y suspiró, buscando recomponerse para empezar a dar las órdenes.

TORMENTO CREPUSCULAR I



Tras hacer las visitas pertinentes a los sistemas clave que lindaban con el Espacio Salvaje, preparando alianzas falsas con numerosos grupos de contrabandistas y señores de la guerra venidos a menos, el Emperador había conformado un heterogéneo ejército de flotillas con las que ya tenía planeado sofocar cualquier idea de ataque o de intento de rebelión que pudiera estar gestándose más allá de esos límites del Imperio. Mientras, lo que quedaba del ejército clon aplastaba las rebeliones en los mundos más alejados del núcleo que era Coruscant, y se ponía en marcha su reemplazo con nuevos alistamientos de humanos, algunos voluntarios (aquellos que respondían favorablemente a la campaña de adoctrinamiento y xenofobia que prodigaba el Emperador), otros por la fuerza, obligados por la seguridad de sus familias o por no quedar relegados a la miseria de la indigencia dentro del nuevo orden.
La destrucción de los datos genéticos y las instalaciones de clonación clandestinas de otros mundos ya se había consumado, pues no pensaba correr el riesgo de que nadie las usara en un futuro contra él, creando clones nuevos, con nuevas órdenes... y además, había algo en el vacío de los clones que le inquietaba... Sí, podían ser ciegamente obedientes, pero al controlarlos con la Fuerza no había lucha, simplemente como si carecieran de una voluntad viviente, y por eso mismo no conocían el miedo, tal y como eran creados para su uso militar, al menos. Y sin miedo, a su parecer, no había verdadero control.
El destructor Sombra 52 le llevaba hacia los astilleros donde se terminaban los primeros tres superdestructores que serían arietes, fortalezas y ejecutores, siendo como serían capaces de romper cualquier defensa, de facilitarla al tiempo y de desatar una fuerza ofensiva tan implacable como la de un verdugo con su ajusticiado. Su pronta puesta en marcha llevaría el poder del miedo un gran paso más allá, antes del salto que sería ver culminada la fabricación de la luna de guerra, en Despayre: la Estación de Combate Orbital EM-1.
Y tras la primera luna y su puesta en marcha, una vez desplegado su poder para destruir sistemas enteros en cuestión de unas horas, una vez que ese poder extendiera el miedo como ninguna otra cosa que hubiera conocido antes la galaxia, empezaría la serialización de una flota de mundos destructores, y con ellos llevaría el orden, su orden, a los caóticos y oscuros territorios de las Regiones Desconocidas, coordenadas todas sometidas por esa suerte de beligerantes y esquivos Sith, tan trasnochados como lo eran los mismos Jedis... Nadie volvería a cometer la temeridad de intentar medirse con él. Nunca.
Pese al inconveniente de perder a una civilización aliada tan afín, el Emperador no sentía ninguna inquietud por la identidad o motivaciones de quien quiera que hubiera destruido a los wentklyt, allá, en Nakt-Dalar. Realmente tenía demasiadas cosas en marcha y demasiados enemigos, y demasiados valores verdaderos a buen recaudo como para preocuparse de la suerte de un distante, primitivo y sucio mundo de arcaica industria.
Lo único que sí le tenía dividido respecto a en qué debía centrar primero su atención era la duda trémula del mismísimo Vader. No era tanto el temor de verlo volverse en su contra lo que le podía preocupar, si no el perder la imagen del miedo. Él mismo, como regente indiscutible y resuelto, sin duda era temible, pero Vader, un Jedi Oscuro consumido por la culpa y el rencor, mutilado y calcinado durante una feroz batalla, reconstruido mediante dolorosos métodos de cibernésis quirúrgica, embutido en su traje ambiental... Realmente era la personificación del más primario e instintivo terror que se mantenía latente en lo más atávico del ser de cualquier individuo de una especie sensiblemente inteligente. Su Lord Sith no sería tan destructivo como un superláser dirigido contra el núcleo de un planeta, pero sin duda era mil veces más... útil.
Y por eso había enviado a su siervo a investigar el rastro de esa incógnita beligerante, esa ninfa oscura. Tener a Darth Vader ocupado con la idea de un enemigo igual o superior al que enfrentarse le dejaría menos tiempo para restregar su alma torturada contra el bálsamo de bellos recuerdos, de su difunta amada y sus antiguos y verdaderos amigos, contra los que se había vuelto. Si esa Sith, Jedi Oscura, o lo que fuera, de algún modo era capaz de remover sus recuerdos, sin duda no sería para alejarle de su señor, si no buscando hacerle bajar la guardia para luego acabar con él. Y eso podría tanto ser una desventaja como todo lo contrario. Si Vader, incapaz de sobreponerse a la intrusión mental, caía, quizá su asesina fuera susceptible de servirle a él, tentándola con el control del universo conocido. Y si no fuera así... En fin, él sabía defenderse perfectamente, y además contaba con el peso de un ejército incontable que obedecía sin rechistar... y que además él podía manejar con su mente con la misma soltura que usaba sus propias manos.

LA NINFA OSCURA IV



En la profundidad de las cámaras regentes blindadas del crucero estelar Tormento Crepuscular, una fortaleza móvil gigante con la forma de un disco elíptico de cristal oscuro de concentración de láser, empujado por el vacío con la fuerza de siete reactores de hipervelocidad en su popa, y que era la joya de la corona de la pequeña flota de combate que el señor de la guerra Sith Darth Jaké Nu Nobosi tenía a sus órdenes... allí, en la probable mitad, en todos los sentidos, de las dimensiones de la nave, se desarrollaban terribles acontecimientos de los cuales los ecos desesperados no hallaban escape a través de las superficies de paredes, suelos y techos, insonorizadas y aisladas herméticamente.
El propio Darth Jaké llevaba horas celebrando su festín de suplicios con esclavos y esclavas de la misma raza zeltron. Llevaba meses realizando su ritual con, exclusivamente, ejemplares de esa raza, tan llamativos en color de piel y cabellos, tan perfectos en la forma física, y tan embriagadores en olor, sobre todo las hembras. Incluso su sangre tenía una fragancia especial, debía reconocerlo, aunque quizá fuera el odio, o la satisfacción, o la ira, o simplemente que sus sentidos así lo reconocían realmente, mientras torturaba a esas decenas de infelices durante días, con una sola cosa en mente: la entidad súcubo Darth Syn.
La criatura, oscura de piel y mente, hacía mucho tiempo que se había convertido en un demonio que torturaba al longevo Nu Nobosi con la frustración de su deseo insatisfecho, pues llevaba muchos años anhelando poseerla, incluso desde antes de que Darth Syn gozara de ese título. Aún recordaba la manera en que se dedicaba a saltar y desaparecer, completamente desnuda, de uno a otro lado de los alrededores del Estadio de los Cataclismos de la luna que él mismo regentaba, su fisonomía de precoz puberta recortando la piedra verdosa de afiladas aristas del palacio, por aquí y por allá, siempre burlando a los maestros Sith más dedicados y dotados, rechazando siempre sus intentos de tutelarla para encauzar su increíble poder, y con el secreto propósito de convertirla en su nueva amante, durante tanto tiempo como le fuera posible.
Sólo en una ocasión se había atrevido, tan seguro de sí mismo como siempre había sido, a arrinconarla tras una persecución más larga de lo que hubiera esperado: se había abalanzado sobre ella y usando la Fuerza la había intentado someter de mente primero, y a través del dolor físico después, utilizando las corrientes eléctricas. Nada había servido, no resultó subyugada, pero a pesar de sus retorcimientos, se había decidido a violarla entonces, y ya estaba a punto de conseguirlo, cuando la pequeña preadolescente había estallado en un grito tanto en voz como en la corriente misma de la Fuerza. Un grito que taladró el cráneo de Lord Jaké Nu Nobosi y cuyo resultado, al intentar utilizar él mismo la Fuerza para protegerse, fue el estallido de su ojo derecho. Por el dolor y la derrota, por la humillación y la incredulidad, soltó a la niña, cayendo de rodillas ante ella, palpando con una mano el socavón reventado de su cuenca. Ella le había mirado con una sonrisa, y la cara y el pelo, y sus incipientes pechos desnudos, manchados con la sangre y la gelatina de su ojo perdido...
No volvió a intentar retener o dominar a la fiera homínida, aunque siempre había estado deseando esclavizarla y guardarla para ocasionales torturas ligeras, ya que nunca llegaría a ser su amante voluntaria y dócil, como habría deseado... El problema era que solo no era capaz, y quizá ni una división de buenos guerreros Sith podría derrotarla, pero con su exilio hacia las zonas imperiales de la galaxia, y la necesidad de silencio de todo el Imperio Sith puesta en peligro con su loca aventura, él había podido presentarse voluntario para eliminarla definitivamente, aunque su propósito era el de atraparla viva, obviamente... La oportunidad de poder usar todo su ejército para dominarla, como siempre había deseado, brindada por ella misma y su locura...
Y el rastro de energía de la Fuerza generado para arrasar una civilización les había indicado un probable lugar que investigar... Pero el explorador Sith que había mandado acababa de morir, lo había sentido, pese a estar sumido en su entretenimiento... El orgulloso zabrak no había resistido la tentación de lograrlo solo y ganarse el favor de su Lord Sith, Jaké Nu Nobosi, y solamente para verse extinguida la llama de su fuego oscuro había servido... Pero su muerte... su muerte era una señal, una bengala señalizadora en sí misma, pues no se pondría al descubierto uno de sus Sith exploradores, ni tan fácil eran de aniquilar, como no fuera todo ello a causa de su deseada Darth Syn.
Nu Nobosi podía imaginarla mientras de alguna manera sentía su placer, el cual creía que ella le estaba restregando, para mayor humillación. La veía retozando ensangrentada y victoriosa, imbuida de lujuria y sedienta de ese esclavo suyo que a todas partes llevaba para poder fornicarse, su querido zeltron. La imagen era tan nítida que la sed de sangre de Jaké aumentó con su ira despechada, y dejó de desollar con la telequinesis de la Fuerza a todos esos esclavos, mientras los aplastaba unos contra otros con gravedades multiplicadas, decidiendo arrancarles a todos, hombres y mujeres, sus genitales de cuajo. Todos los órganos salieron despedidos en todas direcciones, salpicando las estancias privadas interconectadas del Lord Sith, mientras de los cuerpos manaba a borbotones la sangre por los innumerables vasos sanguíneos arrancados...
Darth Jaké Nu Nobosi se tocó la tapa metálica que le servía de parche a su ojo derecho: le picaba desde dentro, casi como si se lo estuvieran hurgando.

Lord Darth Vader tuvo que esperar un poco antes de ser recibido en el aposento del Emperador Palpatine, a bordo del Destructor Sombra 52. Cuando las puertas se abrieron, Vader descubrió que de la cámara salían dos seres humanoides que parecían padecer el mismo degenerarse de su físico que el Emperador. Vader nunca había tenido claro si el aspecto de su señor era resultado verdaderamente de heridas causadas por electricidad o si ese era, más bien, su verdadero aspecto, tras quién sabía qué cuantía en siglos de existencia. O quizá pertenecía a una raza distinta de humanoides. Esas extrañas personas parecían sugerir esto último, pero dejó el tema a un lado, cuando escuchó a su señor:
—Adelante, Vader, ¿a qué debo tanta insistencia para apartar mis debidas ocupaciones?
Vader notaba que, desde que el Emperador fuera nombrado como tal, y tras salvarle a él la vida en aquel planeta en llamas, su señor le trataba con cada vez más distancia, como para hacerle saber cuál era su sitio en el nuevo Imperio: a su derecha, pero debajo, no a un lado.
—Mi señor —empezó Vader pausadamente, arrodillando su pierna derecha, ante los escalones que ascendían hasta el asiento del señor oscuro—, me temo que un poderoso Jedi oscuro ha fijado su atención en vos.
— ¿Un Jedi oscuro, dices? Amigo mío —continuó el Emperador, soltando una ligera risita, de manera condescendiente—, me temo que no hay más Jedis oscuros que los que veas en los espejos... ¿De dónde sacas tales ideas?
El emperador no parecía de buen humor, simplemente se burlaba, y ya le interrogaba con severidad. Pero Darth Vader no se inmutó. Volvió a hablar, con su misma voz grave, tranquila y pausada, sin moverse lo más mínimo.
—Una mujer. Ha hecho trizas la mente de un soldado imperial, y le ha hecho memorizar un mensaje para nosotros. Dijo que...
    — ¿Vas a creer las palabras de un loco? ¿De un negligente soldado del Imperio que se ha envenenado de la radiación del planeta de los wenklyt? Quiero saber qué pasó para que desaparecieran, qué provocó las explosiones, no que me cuenten cuentos de hadas del espacio profundo...
El emperador ya rugía las palabras, en lugar de hablarlas con su clásico tono vibrante y autocomplaciente.
—Mi señor —continuó Vader—, permitidme que os indique que haríais mal en dudar de mí. He penetrado en esa mente, y lo que he visto ahí... eso no es posible, nunca he visto una mente humana programada para su muerte a ese nivel. Naturalmente es imposible padecer ese mal de la conciencia. Es la mano del Lado Oscuro, la que nos ha escrito este mensaje. Y es una mano poderosa.
—Dime, mi temeroso amigo —le animó el Emperador, con más burla que condescendencia—, ¿cuál era ese mensaje?
—Una mezcla de palabras y sensaciones, de recuerdos... cosas que ese soldado, ni nadie, debería saber... Dijo que recibiríamos el justo juicio de la Fuerza, una... ¿venganza de la Fuerza? Y también dijo que sabía cuanto había hecho, que sabía lo de Padmé... su mente me hizo volver a verla... casi... casi la había olvidado...
—Mi querido amigo —el Emperador puso su mano en su hombro izquierdo. Había aparecido junto a él, pero Vader no le había visto descender los escalones, y ni siquiera levantarse de su asiento—, te veo maltrecho. Siento que dices la verdad, y que verdaderos son esos hechos que tomé por meras elucubraciones... No sé de qué puede estar hablando esa mujer de la que te habló ese soldado, pero juntos hemos extinguido a los Jedi, y todo su legado... Una más, por poderosa que sea por el Lado Oscuro, no es rival para nosotros...
El Emperador se puso ante él y le hizo gesto de ponerse en pie con su mano diestra. Vader le miró desde su mayor altura. No le veía los ojos, pero sus labios pálidos se estiraban en una sonrisa torcida que dejaba entrever los dientes amarillos.
—Nadie puede derrotarnos, no mientras permanezcamos juntos...

Darth Syn se tomó su tiempo tanto en saciarse de su esclavo como en asearse antes de decidirse a abandonar la posada. El dueño, un colono de la raza wentklyt, había llegado a la entrada de la habitación muy nervioso y callado, no sin dejar de pedirles al resto de clientes que no se asomaran por las puertas y cerraran bien las habitaciones. Su turbación se volvió verdadera sorpresa al ver los cadáveres destrozados de los atacantes, pues no recordaba en absoluto que nadie hubiera pasado con esas armaduras y armas. Y tampoco recordaba haber alquilado la habitación desde el interior de la cual le miraba con total inexpresividad ese humanoide de roja piel. En ese momento, del aseo surgió una mujer de piel cenicienta, de un extraño brillo gris allí donde la alcanzaban los escasos rayos de luz solar a través de las cerradas mamparas. Seguía completamente desnuda.
—Mi ama, creo que... —empezó a decir Ank Sinuk, señalando hacia el posadero.
—Limpia este estropicio... —le ordenó al posadero, y añadió: —. Y sirve esta carne en el menú, aprovechando cuanto puedas, hasta que no quede nada. Seguro que hasta los huesos los querrá alguna especie alienígena que esté de paso...
—Limpiaré el estropicio y serviré la carne —masculló el wentklyt con el rostro repentinamente neutro, y volvió por donde había venido, en busca de útiles de limpieza, presumiblemente.
— ¿Con qué frecuencia me hacéis a mí eso mismo? —preguntó Ank Sinuk con algo de diversión en su voz.
—No debe preocuparte, no produce mayor secuela que una amnesia permanente respecto al hecho mismo. Manipular la mente, igual que todo lo que uno hace influyendo en la Fuerza, sólo tiene secuelas para mí. Por eso hago lo que hago, mi amado esclavo...
Mientras hablaba, Darth Syn rechazaba con un leve gesto de su mano el vestir de nuevo las negras prendas muy propias de una bailarina twi'lek que le ofrecía el zeltron, y optó por no hacer más que pasar sus brazos por dentro de las mangas de su vieja túnica negra de Sith. Confuso tanto por sus palabras como por su negativa a vestirse, Ank Sinuk la animó a explicarse:
— ¿Os... referís a vuestra actual campaña, mi señora?
—Claro. Un Jedi del Lado Luminoso entra en simbiosis con los poderes de la Fuerza... Ninguno sirve realmente al otro, más bien son como las dos partes de un matrimonio no muy bien avenido, partes que en ningún caso se atreven a discutir por miedo a empeorar las cosas... Pero un Jedi Oscuro, como debe ser, se enfrenta a las fuerzas de la naturaleza y por extensión a la Fuerza. Cada vez que pliego la Fuerza hacia mis designios, corro un riesgo —Darth Syn extendió su mano derecha ante ella un momento, antes de cerrarla en un puño tenso y poderoso—. La Fuerza no se llama así por casualidad, ¿sabes? Es un peso, el peso del Universo, y cuando tienes la capacidad de tirar de él y hondearlo como un arma puedes verte arrastrado por la misma energía que intentas utilizar. Hay Sith, muchos... ¡la mayoría!, que saben que la Fuerza les mataría y no van más allá. Traicionan así la filosofía Sith y la naturaleza misma de la Fuerza, que es la obtención de un poder cada vez mayor. El control...
—Sin desear faltarle al respeto, mi ama; no entiendo aún qué tiene eso que ver con el centralizado Imperio Galáctico... —se atrevió a interrumpirla Ank Sinuk, observando a su señora Sith con auténtica curiosidad y genuina devoción.
—El regente del Imperio no sólo tiene la desfachatez de abandonar el estudio de la Fuerza por su obvia incapacidad, sino que se ha atrevido a destruir a los antiguos enemigos de los Sith mediante un infame y cobarde plan de traición, valiéndose además del favor de los bienintencionados ciudadanos de la que antes era la República. No sé si puede haber algo que deshonre tanto a la Fuerza, a la filosofía Sith, e incluso al sentido común, como lo han hecho los desaires de control ilusorio de Darth Sidious. Él no ama la Fuerza, y es más, si por él fuera dejaría de ser perceptible a toda criatura viva. Por eso debe morir —la mujer se detuvo un momento tanto físicamente, bajo el quicio de la puerta arrancada, como en su discurso, y volviendo la mirada detrás de sí, por encima de su hombro derecho, añadió: —. En realidad, en cuanto haya nivelado ese agujero negro de Fuerza que se ha establecido en el centro del Imperio Galáctico, iré directamente contra todo el Imperio Sith de la Región Desconocida.
Ank Sinuk se agitó un momento nervioso, tras detenerse al hacerlo su ama y escucharla decir aquello.
— ¿Por qué haríais eso? ¡Es... una tarea imposible de acometer con esperanzas de éxito!
El zeltron ya estaba bastante preocupado por su ama con su contemporánea aventura, saberla en la futura le llenaba el corazón de desolación por el horror de imaginarla derrotada, muerta, de la más cruel de las maneras. Sentía odio, como en muchas otras ocasiones, por tenerle a él en tan poca consideración... Sí, era un esclavo, pero ella, pese a tenerle en eterna servidumbre, nunca le había tratado con nada peor que la condescendencia que se le pueda tener a un mayordomo asalariado del que no se espera una colaboración mediana respecto a ningún asunto. Y sin embargo, o quizá en parte gracias a ello, el amor, por paso de años de complicidad a todos los niveles, se había convertido en algo tangible pese a no manifestarse nunca en palabras de ninguno. Ank Sinuk, sin embargo, no era capaz de compartir el estresante desapego que Darth Syn profesaba cuando su mente era ocupada en tareas más... trascendentes, a su retorcido juicio. Él era abandonado durante largos periodos en los que temía no volverla a ver nunca más.
—Salgamos —fue cuanto dijo Darth Syn, reanudando el paso.
El esclavo la siguió sin insistir. Recorrieron la posada, sin que se escuchara ni el sonido de pasos nerviosos ni el leve rumor de voces desconocidas y alienígenas cuchicheando en el interior de las estancias cavernosas. La túnica de Darth Syn, delante de él, se movía con tal ligereza que parecía vacía, desplazada en posición vertical por una suerte de viento sobrenatural, una sensación que aún resultaba más extraña al verla bajar las amplias escaleras hacia el vestíbulo. Cuando llegaron abajo, el posadero colono de la raza wentklyt aguardaba paciente, o quizá era mejor decir indolente, a que ellos despejaran el paso para subir con sus rudimentarios utensilios para limpieza. De igual modo que parecía no haberles visto cuando llegaron a instalarse días antes, ignoraba en ese momento la ocasión de reclamarles el pago de su estancia, todo ello por influencia del poder de su ama, como había visto tantas veces antes. La vida estaba libre de la totalidad de las pequeñas interacciones con toda clase y raza de personas en la vida de Darth Syn, y por extensión en la de Ank Sinuk. Su señora era muy poco gustosa de ello, pudiendo decirse que su esclavo era en realidad la única persona con la que se relacionaba de un modo que no tuviera por finalidad la muerte.
No estaba al corriente del tipo de vida que llevaría su amada ama antes de que su señor Sith Norka Tabún muriera a sus manos durante su singular asalto al pequeño castillo del Lord. Darth Syn había llegado allí, sin nombre ni anuncio, arrasando con los portones a base de un uso desmesurado de la Fuerza, y aniquilando a los esclavos y guardias de Lord Tabún con sus propias armas, tras arrebatárselas con asombrosa destreza y facilidad durante el combate. En ese momento, y en adelante por lo que él mismo llevaba visto, Darth Syn no disponía de la ritual y devastadora espada láser de los Jedis oscuros. Y cuando llegó a la sala de concentración de poder de Norka Tabún, a la derecha de cuyo asiento permanecía arrodillado e inmóvil, que no tranquilo, Ank Sinuk, su señor se puso en pie con la furia rezumando llamas de sus ojos de humano, volviéndose por entero una masa informe de holgados ropajes oscuros alrededor de la cual se sacudía con irresistible violencia el haz láser rojo de su arma.
Ank Sinuk cayó de costado siguiendo con la mirada a esa cosa antinatural que aullaba como una bestia gigantesca y moribunda mientras rodaba por la sala buscando la muerte de la intrusa. Nunca había visto a su amo Sith desplegar tanta furia, y pese a ello resultar tan poco efectivo. Tanto era así, que la desconocida de piel oscura, descalza y apenas cubierta por una suerte de manto negro, quizá improvisado, no dio más de dos largos saltos evitando a la forma acelerada de su amo, sin dejar de mirarlo, antes de lanzarse ella misma contra él a la carrera, en lo que a Sinuk no le parecía otra cosa que un verdadero acto suicida.
Contrariamente a lo que él esperaba (ver partida a la mitad a la chica de alborotados cabellos plateados), la densa forma de mantos negros aleteantes se dividió abruptamente, como si la esfera que simulaba poco antes hubiera quedado separada en dos hemisferios. Los montos de ropa negra saltaron en opuestas direcciones junto a estelas de sangre y trozos humanos, por todas partes. Y en el lugar de la explosión había permanecido ella, sonriente, aterradora, los brazos alzados ante sí, un poco flexionados, las palmas hacia delante, sin duda la forma en que había proyectado la Fuerza con esas consecuencias. Y aunque le perdonó la vida y le llevó consigo, y le permitió compartir lecho, y sus vidas quedaron ligadas a una existencia en común en cierta forma, esa extraña y breve batalla no había dejado de repetirse durante el sueño de Ank Sinuk durante bastante tiempo, atormentándole. Pero sólo hasta que fue testigo de nuevas matanzas, a cual más horrorosa, que la sustituyeron en sus pesadillas, al tiempo que en la vigilia crecía su adoración sincera a la joven asesina Sith.
Y ahora, siguiéndola como si ya fuera un espectro vacío, un espejismo de la desconocida que le aterrorizó tanto tiempo atrás, la seguía por entre los amarillos árboles, sus hojas moradas y alargadas sacudiéndose alrededor de sus cabezas al son de la brisa que parecía empujar hacia ellos el sol del atardecer, que por culpa de una extraña mezcla de gases en la atmósfera superior, se estaba volviendo ligeramente verde mientras caía hacia el horizonte.
Ank Sinuk no tenía ni idea de qué era lo que buscaba Darth Syn adentrándose en el bosque que rodeaba el pequeño asentamiento de paso, pero enseguida llegaron a un claro en mitad del cual una especie de gema enorme de perfil elíptico se mantenía suspendida en el aire por un campo repulsor como el del más común de los deslizadores. Era de un cristal negro y pulido, y en verdad parecía nada más que una gran piedra hasta que Darth Syn hizo un gesto descendente con su mano izquierda y la hizo abrirse en su mitad, separándose en una suerte de puente extensible por el que podía subirse al interior cómodamente desde ambos lados de su longitud.
Darth Syn se detuvo junto al interior abierto y se volvió hacia él, echando atrás la capucha de su túnica.
—Aquí nos despedimos de momento, Ank Sinuk. Sé de sobra que sabrás perderte por ahí hasta que regrese a ti... —le anunció, dotando a su voz de un histriónico tono cariñoso, pero con una expresión terriblemente lasciva.
—Esto... ¿es una nave? —preguntó Ank, verdaderamente confuso, palpando la superficie de cristal.
—En esto ha llegado ese zabrak y sus putitas... Conozco bien al dueño de la flota de naves acorazadas con este material... Los Sith deben haberle mandado a matarme, o quizá sea mejor decir que él se ha prestado voluntario a darme caza. ¿Ves por qué debo matarlos a todos, mi esclavo? No te haces una idea de hasta qué punto ya no saben ver en el interior de ellos mismos y sus iguales. La Corte Sith ha perdido su sentido: el miedo, la precaución, limita a todos, nadie sigue los preceptos con los que predican. Nadie se atreve a medir su poder contra el de los demás, por miedo a caer, ya sea en la muerte o la servidumbre, y por eso mismo llevan tanto tiempo evitando a la Antigua República y evitarán siempre al Nuevo Imperio. He servido a la Fuerza desde que tengo memoria, me he convertido en una extensión de ella, tanto que ya soy yo la Fuerza, y por tanto ahora me sirvo de ella, como nadie puede hacerlo. Tú lo has visto, mi amor —Darth Syn se acercó a él, pasando ambos brazos alrededor de su cuello, pegando su cara a la suya, mientras seguía hablándole en susurro meloso—. Pase lo que pase sé que tú eres testigo de mi poder, de todas mis victorias, y aunque no necesito nada ni a nadie, a ti quiero necesitarte. Y te amo porque sabes lo que soy, y me amas. Y aunque tienes miedo y me odias al tiempo, nunca lo dices. Pero esto no terminará, mi querido Ank Sinuk.
Darth Syn arreció su abrazo, apretándose por entero contra él, tanto que el esclavo se estaba excitando de nuevo, irremediablemente. Pero ella se separó, y puso un pie descalzo sobre la mampara de la nave. El sol verde hacía resplandecer las puntas de sus cabellos plateados, pareciendo que despedía un aura de poder, y sus ojos brillaban más blancos que nunca al volverse a mirarle, ya de pie en el interior.
—Pero esto no terminará, mi querido Ank Sinuk —repitió, esta vez en voz alta—. Verás que soy la Fuerza en vida, y ya no permito más que me utilicen como una piedra en el puño de un primate.
Y a otro gesto de su mano la nave volvió a unirse en su mitad, encerrando a la mujer, causándole la extraña sensación de que ese, el interior del extraño y gigantesco capullo de cristal, era el lugar al que pertenecía esa criatura única e infinitamente poderosa que era su querida ninfa oscura.

LA NINFA OSCURA III



Le llevó dos de los días de 52 horas de Nakt-Salar el recuperar la energía suficiente para incorporarse: apenas separó los hombros del precario lecho de mantas sobre el suelo, apoyándose en los codos. La cabeza le pesaba como si fueran tres pendiendo del mismo cuello. Tenía calor, a pesar de que estaba completamente desnuda y descubierta. Su carne estaba impregnada de diminutas piedras cristalinas de sudor, que devolvían hechos extraños brillos los rayos de la luz del sol amarillo del sistema que entraba por los ventanucos. Probó a frotar una pierna contra otra, y las miles de gotitas temblaron y echaron a rodar en distintas direcciones. No le dolía nada, pero veía con claridad cómo había perdido buena parte de su masa muscular, devorada por la alta temperatura que había generado en su cuerpo su intensa concentración.
Nunca antes había hecho tal alarde de sus capacidades en la Fuerza, y ese sobresfuerzo, el más notable de cuantos había tenido conocimiento directo en su vida (era bastante escéptica con respecto a las bravuconadas de sus homólogos Sith masculinos de la Región Desconocida y las proezas antiguas de personajes de leyenda), casi la había consumido.
A saber: se había desconfigurado atómicamente a sí misma desde aquel mismo habitáculo para volver a conformarse físicamente en el planeta de los wentklyt, la inmunda bola de polución que era Nakt-Dalar, en ese mismo sistema del Espacio Salvaje; luego, había provocado la fusión de los núcleos de energía de sus generadores haciendo vibrar con fuerza las moléculas de las barras de mineral radiactivo; en cuanto todas las fuentes de energía desaparecieron en explosiones cataclísmicas de cientos de kilómetros de alcance, empuñó telequinéticamente el polvo radiactivo generado y barrió con ello, en la forma de poderosos vendavales, toda la superficie del planeta… Hasta consumir por completo, oleada tras oleada de veneno radiactivo, corrosivo, todo rastro de vida y civilización de la esfera planetaria de Nakt-Dalar.
Aguantar allí en estado de meditación Sith durante días hasta la llegada de las tropas de asalto fue lo más fácil, a pesar de llevar muy mal todo lo que concierne a pasar hambre o sed, o a contener cualquiera de sus apetitos, en honor a la verdad. Pero mayor era su ansia de venganza, y disfrutó lo indecible, más que con la devastación de la raza wentklyt, hurgando en la mente de aquel soldado imperial que sería su mensajero, hasta destrozarla completamente y recomponerla como un sencillo ordenador que funcionara en modo de espera hasta recibir los estímulos adecuados. Sin duda sus capacidades no conocían parangón.
—Mi señora oscura, Darth Syn, disculpadme. —La interrumpió en la apreciación de sus recientes hazañas la voz de su sirviente zeltron, que entraba con la cabeza baja sosteniendo ante sí una bandeja colmada de distintas clases de frutos silvestres importados y alguna clase de carne guisada humeante—. Os traigo alimento, mi señora. Debéis encontraros aún muy débil. Habéis perdido una buena cantidad de masa corporal…
El esclavo zeltron se había ido acercando despaciosamente hacia el lecho, hincándose de rodillas al llegar junto a su señora Sith, quien aún descansaba desnuda sobre los codos, mirándole con la cabeza ladeada con desidia, los labios entreabiertos permitiendo a su lengua roja, tras la línea de albura de la dentadura, saborear el aroma de los manjares que se le presentaban tan oportunamente. Inhaló el aire de manera consciente, apreciando la pureza, su fuerte contraste con el del planeta de los extintos wentklyt; una pureza que inmediatamente se estaba contaminando a un peligroso nivel con el aroma de los víveres que se le ofrecían, pero aún más con el de quien los portaba. Su sirviente (quizá sin querer, aunque era poco probable) la estaba desbordando con el hedor de su virilidad semidesnuda, llevada hasta su boca junto al de la comida por la suave corriente de aire que recorría la habitación de la puerta hacia la ventana.
Darth Syn cerró un momento la boca interrumpiendo su respiración agitada, haciendo a la lengua impregnarle el paladar de los sabores, antes de volver a abrirla.
—Ank —pronunció ella apenas susurrando, con una gruesa gota de salivación derramándose viscosa de su pálido labio ceniciento— Ank Sinuk, escúchame: deja eso a un lado y mírame, siervo.
El zeltron dejó reposar la bandeja a la derecha de sus piernas dobladas. Miró a su señora Sith a los ojos. Sus finas cejas blancas se arqueaban interrogantes mientras de la boca dejaba colgar la punta roja oscura de su lengua, bajo la cual se escurría un largo hilo de baba. Él era zeltron, y su control de la estimulación hormonal de otros humanoides, especialmente de las hembras, era algo inherente a su naturaleza. Pero la atracción que sobre él ejercía a su vez su señora, por mucho que él hiciera alarde de sus feromonas, era muy superior. No sabía discernir si era un efecto consciente que ella ejercía sobre él utilizando la Fuerza, quizá un remanente hormonal de su más que probable ascendencia zeltron, o que simplemente ella le encantaba, pero no era capaz de ofrecer resistencia a sus actitudes lascivas.
De pronto, cuando él ya no se sentía capaz de contenerse más, su señora Sith le echó ambas manos a su melena de cabello azul oscuro, largo y lacio, y tiró con fuerza de él obligándole a dejarse rodar por encima de su cuerpo desnudo hasta caer de espaldas al otro lado. Ella se le puso encima de inmediato, envolviéndole las piernas con las suyas. A pesar de haber adelgazado lo impensable desde antes de que se fuera a su secreta campaña, seguía manteniendo una recia musculatura que le disuadía de todo intento de oponerse a su manejo, aunque tampoco es que tuviera en absoluto esa intención.
Ella le inundó el paladar con su lengua, sellando sus labios y obligándole a respirar agitado por la nariz. El olor del sudor de su extraña piel le embargó, sobreexcitando todo su sistema. Eso aún hizo más intenso el manifestarse de su entusiasmo, que notaba apretado bajo su ropa contra la pelvis de su ama. Le asió de las muñecas, obligándole a tener los brazos junto al cuerpo, las manos rodeando las rodillas de la Sith.
Empezó a succionar con avidez cuanto su esclavo zeltron salivaba, mientras movía las caderas apretándose contra él, aplastando entre los vientres de ambos el latiente órgano endurecido, y empujando suavemente los dídimos con la parte baja de sus nalgas, a lo que el humanoide de piel roja respondió pasando rápidamente sus manos por los muslos de ella hasta envolvérselas y ayudarla a hacer más impetuosa su presión. Ella tiró más fuerte de su melena, al punto de hacerle gemir de verdadero dolor, como si se tratara del pelaje de un bantha que intentara dominar, al tiempo que aún se desbocaba más y frotaba con violencia su sexo cálido y húmedo contra el antagónico.
— ¡Ahhh! —no pudo por menos que quejarse el esclavo zeltron, debatido entre el picante dolor de sus cabellos estirados y el estimulante y reconfortante masaje del cuerpo de la mestiza—. Mi señora, por favor, debería centrarse en recuperar las fuerzas… —consiguió decir, más bien balbucear, sometido de cuerpo y mente como estaba quedando.
Darth Syn estiraba sobre la mente de su esclavo su propia conciencia, compartiendo y absorbiendo todas las pequeñas chispas de placer que los cerebros de ambos recibían, como si fueran dos esponjas escurridas una contra la otra, que exudaran y a la vez absorbieran sus sensaciones. Era una de sus habilidades favoritas… como tantas otras, desarrollada de manera autodidacta.
Y fue eso, junto con una más que probable burbuja de ocultación a las variaciones de la Fuerza, lo que permitió que llegaran hasta la puerta de su habitación sin que ella (y ni mucho menos su, cautivado por la situación, esclavo) pudiera predecir la brutal irrupción.
La puerta fue arrancada de sus rústicos goznes de un poderoso empujón de la Fuerza, saliendo disparada contra la Sith y su esclavo, en un obvio intento de resultar una mortal arma arrojadiza. Pero los reflejos de Darth Syn les salvó a ambos la vida: sin moverse lo más mínimo, aún con su lengua hundida todo lo hondo que era capaz en la rendida boca de su esclavo, con los ojos repentinamente abiertos en rabioso trance, detuvo la hoja hecha de la madera amarilla de los árboles nativos, así como repelió, mejor dicho anuló por completo la potencia cinética en las moléculas del mismo aire que la rodeaba, logrando que ni siquiera una voluta de soplo impulsado por el uso de la Fuerza del atacante tocara a ninguno de los dos. Darth Syn dejó la puerta caer por su peso apenas a un metro de ellos, mientras rodaba sobre su costado izquierdo para dejar atrás a su esclavo e incorporarse con paso decidido, mientras entraban dos esclavos Sith disparando a discreción contra ella con blásteres de repetición personales.
La mujer desnuda extendió ambas manos sin dejar de avanzar, disipando ante sus palmas los rápidos destellos rojos de los láseres primero, para luego empezar a hacerlos volverse contra quienes los disparaban. Pero sus armaduras integrales negras gozaban de los versátiles generadores de disrupción de fuego desintegrador diseñadas para las tropas de esclavos Sith de la Región Desconocida, con lo que sus propios disparos desaparecían en diminutas chispas antes de siquiera tocarles: un enfrentamiento absurdo e inútil. Darth Syn no perdió tiempo y los hizo estrellarse el uno contra el otro a una velocidad mayor que la del sonido usando su telequinesis, dejándolos como un solo cuerpo de armadura negra de ocho extremidades retorcidas que supuraba sangre lentamente por estrechos resquicios tras esparcir gruesos chorros y trozos de entrañas hacia distintas partes del aposento en el momento del impacto. Uno de los esclavos destrozados aún se lamentaba dentro de su armadura aplastada y soldada con la de su homólogo, gimiendo y rugiendo lastimeramente a través del respirador de su casco.
— ¡Mi señora! —exclamó Ank Sinuk a sus espaldas, entre aturdido e impresionado, despatarrado de miedo e impotencia en el lecho de mantas.
— ¡No te muevas de ahí, esclavo! —rugió su ama sin siquiera mirarle, aún con las manos abiertas hacia delante como si siguiera deteniendo disparos desintegradores.
Su ama Darth Syn tenía todo su bello cuerpo mermado por las fiebres de los últimos dos días, habiendo adelgazado lo impensable, casi hasta la extenuación; pero ahí de pie, dándole la espalda, en un estado total de tensión, Ank Sinuk podía distinguir cada tendón y músculo marcado en su oscura piel grisácea y brillante, una musculatura poderosísima que la hacía vérsela capaz de arrancar los colmillos a un rancor sin usar más que sus propias manos… Sabía, al mirarla, que no había desaparecido el peligro; leía, escrita en su cuerpo, la ansiosa sed de asesinato que caracterizaba a su ama ante cada oponente, independientemente de que fuera digno o no de enfrentársele, de que fuera peligroso como un verdugo para el condenado o tan débil que solo fuera víctima impotente.
Darth Syn ignoró los balbuceos del esclavo que agonizaba enredado a su compañero, manteniendo la mirada fija más allá del quicio de la entrada al habitáculo. Se escuchaban voces de distintas criaturas, los demás inquilinos de la posada, probablemente alertados por el sonido de disparos y estruendo metálico. Bajo el arco irregular excavado en la roca rojiza-anaranjada se detuvo un zabrak ataviado con amplias ropas oscuras Sith, lo bastante ostentoso como para que Darth Syn  reconociera en él a uno más de tantos de sus homólogos masculinos: presuntuosos, orgullosos, vanagloriados, confiados hasta el punto de resultar peligrosamente audaces en el peor de los casos y absurdamente negligentes, incautos, en el mejor...
Su atuendo, aunque le otorgaba movilidad, sin duda era pesado y excesivo para la alta temperatura ambiental de Nakt-Salar: un conjunto de pantalones abombados, altas botas negras y una túnica cerrada, del mismo color negro, larga hasta las rodillas. No iba encapuchado, de modo que lucía sus tres gruesos y cortos cuernos dispuestos de manera asimétrica coronando su frente, con el pelo rapado alrededor de ellos, como para asegurar que nadie los ignorara, dejándose nacer un cabello castaño a mitad del cráneo, largo hasta los hombros, sobre los que se agitaba libre a cada leve movimiento.
— ¿Así quieres morir? ¿Asesinada desnuda mientras fornicas con tu esclavo? ¿Dónde está la dignidad del Sith, su pudor...? —rugió el zabrak con severidad.
—Así se labran los zabraks su fama de grandes guerreros, matando a traición a sus enemigos en su peor momento...
El zabrak frunció el ceño visiblemente, enfurecido por ese modo de llamarle cobarde, a él y a su raza.
—Yo no tengo peor momento que este, zabrak, y aun así voy a tener tu espina dorsal entre mis dedos en unos momentos...
El Sith zabrak encendió su sable láser rojo al tiempo que saltaba hacia delante usando su velocidad de la Fuerza. Darth Syn simplemente reaccionó igual de rápido pero acercándosele lo suficiente para que su ataque quedara a su espalda. Le bloqueó el brazo por la muñeca con su mano derecha mientras con la izquierda le daba un fortísimo golpe ascendente en el codo estirado. No usó la Fuerza para el ataque, su sola fortaleza física y habilidad bastaron para que la articulación se descoyuntara y se partieran los huesos, que brotaron a través de la carne y la ropa oscura del Sith. El zabrak aulló mutilado, su sable liberado rebotó en el suelo oscuro de piedra esmerilada, desactivado.
Darth Syn pateó una de las piernas del Sith desde detrás para obligarle a arrodillarse. Le asió de la nuca y le obligó a adelantar la cabeza, mientras se le inclinaba hasta acercar su boca a su oído.
—Deja de quejarte y siente esto.
Darth Syn empezó a cantar en aguda estridencia a todo el ser del zabrak. Una técnica que había desarrollado empleando la propia telequinesis natural junto a la doctrina de cánticos conjurados de las brujas de Dathomir, mujeres con un dominio inusualmente desatado de la Fuerza. Literalmente estaba pidiéndole a cada molécula de su víctima que le obedeciera, y de este modo se abrió por sí sola la espalda del macho zabrak, partiéndose en el proceso toda unión natural de costillas y esternón, así como abriéndose grotescamente de hombros, rasgando los ropajes oscuros y holgados.
El guerrero Sith permanecía consciente en todo momento, con los dientes tan apretados que le sangraban las encías, incluso pudo sentir las manos impiadosas de la Sith desnuda escarbándole dentro para asir su espina dorsal a pesar de todo el dolor que estaba soportando.
—Te lo dije. —Le volvió a susurrar ella al oído, antes de tirar con fuerza con ambas manos, apoyando su pie izquierdo en la espalda ensangrentada.
El Sith notó un terrible chasquido, infinitamente doloroso, detrás de donde empezaba la garganta, y todo se apagó para él.
Ank Sinuk aún seguía tirado en el mismo lugar y postura, mirando a su ama allí de pie, desnuda completamente, duchada en sangre oscura y con una espina dorsal entre sus manos, de la que colgaban marañas de nervios y delgados trocitos de conductos sanguíneos.
—Mi señora... Creo que deberíamos largarnos cuanto antes... —dijo Ank sabiendo que era una apreciación totalmente innecesaria, la suya.
—No antes de que me haya satisfecho completamente... —sentenció ella, desviando su mirada del trofeo en sus manos hacia su esclavo, recuperando una expresión lasciva que casi era la misma que la de su hambre de asesinato.